domingo, 29 de noviembre de 2015

Divenire

Divenire*




*basado en la canción homónima de Ludovico Einaudi

Esta no es la historia de una enfermedad. Es la historia de un sueño, de una esperanza.
Joshué es un niño como cualquier otro, de apenas tiernos ocho años. Pero tiene una enfermedad, una enfermedad que está acabando con su vida.
Los médicos lo han dado por imposible, por incurable. Por eso Joshué vive en su piso en una ciudad como cualquier otra; mirando a través de su ventana grises los días grises con ojos grises.
Su madre no sabe ya qué hacer. Ha mandado plegarias y ha orado a todos los dioses, mas el pequeño Joshué no se levanta de su cama gris, no se mueve por su habitación gris ni se deja iluminar por un Sol gris.

Un día, un otoño, vino a su casa un hombre, un pintor. Joshué les escuchó hablar, su madre lloraba lágrimas grises que caían sobre el suelo gris. El Pintor entró entró en su cuarto y, entonces, todo cambió para él.
Poco a poco, el artista le mostraba miles de colores entre los que podía elegir. Joshué sonreía, saltaba embargado por la felicidad, y su cuarto se transformó en un arcoiris emburbujeado.

Pero los gramos de arena seguían cayendo a pesar de la fructífera amistad entre Joshué y el Pintor.
Pasó un año, y Joshué era un mero saquito de huesos, pero la sonrisa no se iba de sus labios rotos.

Sin embargo, su amigo le dijo que debía partir. El niño sabía que las Moiras estaban afilando sus cuchillos para dar el corte mortal, y le confesó al Pintor que dejaría de vivir cuando la última hoja del árbol del patio cayera. Su amigo no pudo más que resignarse.
La noche antes de partir con su paleta, perseguido por las fuerzas del orden, abrazó fuertemente a Joshué y le prometió que volverían a verse.

Joshué volvió a verlo todo gris. Todo gris menos el verde árbol que se erigía como un náufrago en un mar de plomo, aferrado contra la pared.
Los días pasaron, Joshué seguía postrado en su cama, los ojos mate fijos en la cristalera. Moría una hoja, caía un día.
Pasó la primavera; en una tirada de dados se pasó el verano. El otoño regresó oscuro, y las hojas abandonaban silenciosas las ramas.
Estaba seguro de que en invierno moriría.

Mas no fue así: había una ramita que conservaba una hoja chiquitina, insensible al aire, al frío y a la tristeza. Los meses se sucedieron y la hojita seguía fiel anclada a su puesto. En aquel momento Joshué decidió aferrarse a la hoja. Luchó por recuperarse. Frente a todo pronóstico, su brillante cabeza recuperaba las ganas de jugar.
No estaba toda la suerte echada.
Para algunos era un milagro, para otros, un gran descubrimiento. Joshué brincaba y abandonó su estado gris y famélico. El verde hinchaba sus pupilas, el Sol que atravesaba los cristales remarcaba su rostro pálido y feliz. Y la hoja seguía allí.

Llegó el día en que abandonó su cuarto. Deseoso de saber cómo había sobrevivido aquel hilo de esperanza bajó al patio. Abrazó al árbol y entonces la vio:
Había una hojita pintada en la pared. Su diseño y color eran tan perfectos que desde la ventana no había podido apreciar el engaño. Supo -sí, lo supo- que aquello había sido el último regalo de su amigo el Pintor.
Ahora comprendía todo. Cayó de rodillas y lloró. Lloró de agradecimiento, de nostalgia y de tristeza, pues sabía que aún pasarían algunos años para que se cumpliera la promesa del Pintor.
Borró el gris de su existencia, y en su lugar abrió el abanico olvidado.

Ha pasado sendo tiempo desde que Joshué se reunió con el Pintor a sus setenta y cuatro años.
Y aquella linda hoja -ya marcada por el tiempo. sigue aún pintada en la pared, regalando como una onda que fluye, viene y divenire llevando a todos los ojos la esperanza.

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