Bueno...aquí se termina la "Metamorfosis de mariposa a gusano", espero que os haya gustado.
Vals a medianoche con la Muerte
Silencio. La noche se precipita con gritos de horror,
Caminan sin paso rostros retorciéndose en la oscuridad,
Ya no existe un horizonte que les muestre un poco de piedad
Y este es rajado y profanado por una brecha negra de dolor…
Corres, avanzas desesperado mientras te consumes en terror,
Mas, al fin, una dichosa garra te muestra un sendero de seguridad.
Se atraviesa un velo gaseoso cenizo y germina un instante de felicidad.
Ya no hay miedo, ya no hay dudas, el sueño amanece envuelto en un bello
candor.
Veo gente, o siluetas y sombras que aparentan ser humanos, que avanzan ajetreados de un lado a otro… Pero no me mueven ni me empujan, ni siquiera me rozan, solo pasan desapercibidos rodeándome.
Sé quien es, y de repente me extiende unos dedos cadavéricos
a los que agarrarme.
Desconfío al principio, me da miedo, vuelvo a observar la
realidad esperpéntica que me ofrecen mis sentidos. Regreso mi mirada a mi
paciente compañera (¿o compañero?) y muy despacio, casi temblando acerco mi
pequeña y débil mano a la suya firme.
Siento como si mis pensamientos se desprendieran de mi
mente, un frío estremecedor que hace tiritar me penetra y provoca una sacudida furiosa
de mi cuerpo y que mis huesos se retuerzan de dolor.
Pasado un instante es como si flotara en la oscuridad
infinita. Después de no mucho tiempo aterrizo cual pluma en algo sólido que se
asemeja a un suelo que califico de mármol.
Tengo un miedo indescriptible, y mi garganta intenta
profanar un grito de pánico que se funde en esta noche negra. Casi al borde del llanto las finas manos de la Muerte me sujetan, me sostienen y me impiden caer en un abismo de oscuridad.
Un segundo después una luz extraña nos ilumina. Contemplo que estamos rodeados de varios espejos enormes rectangulares donde nos reflejamos infinitas veces.
Observo detenidamente mi reflejo: estoy prácticamente igual
que siempre, solo que ahora visto un elegante y emperifollado vestido rojo
pasión del que cae sin esfuerzo una larga capa color vino tinto, semejante a
esta vestida con la más oscura sangre.
Un mar de rojas rosas se extiende apelotonado junto a
nosotros.Parezco disfrazada de la más tétrica Muerte Roja.
La Muerte, quien sigue acariciando con suma delicadeza mis dedos casi de una manera maternal, tan solo viste con una túnica de un negro más profundo que el de la oscuridad en la que antes me encontraba.
No puedo ver su rostro prohibido, pues una capucha que
desciende asemejándose a la cascada del lago Averno terminando en una extensa
cola oscura me lo impide.
Miro anonadada la estancia donde nos encontramos, en la que
el suelo está cubierto de un mármol totalmente negro que brilla intensamente y
en el que también puedo reflejarme.A pesar de estar cubierto todo de una atmósfera tétrica y abrumadora estoy tranquila, y me siento reconfortada sin saber cómo ni porqué.
Mientras registro todo cuanto alcanzan a ver mis ojos, la
Muerte habla con un timbre sedoso, pausado, cariñoso, que hace que me
estremezca ya que me resulta extraña tanta suavidad, sabiendo que es Ella la
que entona la frase:
-Cierra los ojos. Irás al lugar en el que nacen los sueños.
De repente todo cambia y se transforma en un torbellino
envuelto en una luz potente que me impide ver. Tiemblo, ya no me siento segura,
pero noto como Ella toma nuevamente mi mano, sin soltarla, asiéndola con
suavidad y deposita en ella su beso eterno. Un haz de miles de gotitas de
colores son ya los espejos rotos y mi cuerpo se siente agotado, y anhela
descansar. Apenas puedo mantenerme en pie, y mis párpados comienzan a caerse
pesadamente, obligándome a dormir.
Aún luchando por no caer en las redes de Morfeo oigo el eco
susurrante de las palabras de la Muerte, que consiguen de un modo hipnotizante
adormecerme y hacer resbalar en un sueño pacífico…
Y los equinos chocan brutalmente inmaculados contra la
grava, destruyéndose y pasando a ser gotas de agua que las mojan, aumentando su
dolor y rabia con gritos y chillidos, relinchando sin cesar, a ellas: las
mujeres velas… mujeres vela que se retuercen, que ondean sin fuerza el palo
trinquete que las yergue sobre su tristeza, abatiendo a los corceles
indomables, muriendo y reviviendo, ajetreando las telas de fino lino malva
blanquecino, manchado de sal amarga que, cual lapa o percebe, se aferra a su
piel dura y curtida por las flamas del fuego vivo que, llama distante, ilumina
y aviva el motor que las renueva y, al igual que esquelas marinas, cruzan
girando sobre sí mismas originando un torbellino profundo, agonizante, haciendo
que sus velas se desprendan como se desgarra la piel a mordiscos, y gimen
ofensivas cuando la tempestad de timbales ciega la vista de unos ojos suyos
inexistentes; borrados por la memoria de quienes jamás las conocieron…
Es una sensación terrible y aterradora verlas allí, no tan
lejos de donde yo me encuentro refugiada, y grito y pido auxilio para evitar
contemplar tal sufrimiento. Y parece y mi llamada es escuchada y atendida,
porque un segundo después todo se nubla, y mis oídos adormecidos otra vez oyen
de fondo una lluvia caer…
Silencio. Solo la arrulladora melodía de los hijos alados de
la naturaleza. Acarician mis dedos las florecillas recién nacidas, alcanzan
también los futuros frutos. Rebosa todo de vivaces colores, se iluminan las
copas del brillo de la vida…
Ahora mis pies desnudos disfrutan caminando sobre la
esponjosa y extensa alfombra de pétalos diminutos. Es precioso, magnífico. Atravieso
unas enormes hojas que, como puerta, abren ante mí una escalinata de piedra.
Subo curiosa, expectante. Al final encuentro una pequeña
pradera que, similar al oráculo de Delfos, invita a la reflexión: lleno de
prado verde puro, con largos bancos de piedra formando un semicírculo y no muy
lejos una bañera de mármol de la que sobresalen juncos y espadañas.
Vuelvo a pasar el muro de hojas y me deleito con el ritmo
pausado de las cotorras, que cantan a
capella con el silbato de las tórtolas.
Un poco mas adelante hallo el espléndido cortejo del majestuoso pavo real a su dama, y
algunos pasos después una magnánima fuente, con Tritón en el centro, rodeado de
hipocampos, que exhalan suspiros y relinchos de agua fresca.
Solo existe una palabra para describir semejante paraje:
mágico.
Hace unas pocas horas que desperté de aquello que me había
parecido un sueño, o una pesadilla, y me encontré recostada entre espliegos,
lavandas y madreselvas.
Estuve arrastrando mi vestido, y no mucho después pareció
que se desprendía como la muda de piel de una serpiente, quedando una suave
tela que a modo de túnica larga me cubría.
Estuve recorriendo este bello paisaje durante un tiempo, y
explorando y deleitándome con su jardín de las delicias descubrí escondida una
preciosa cascada. Mas observando más ese lugar, descubrí que detrás del agua
que caía había un camino de lisas losas, y sin temer en este plácido sueño me
adentré en él.
Avanzando entre los líquenes y un pequeño riachuelo,
cubierto de hiedras y pasionarias se alzaba una antigua puerta, magullada por
el paso de los años.
La curiosidad de mi cabeza se mezclaba en el aire con las
semillas de los dientes de león, que varaban sin rumbo, de un lado a otro.
Avancé con paso cuidadoso entre matorrales de hibiscos de
todos los colores, que competían con el atuendo chillón de los tulipanes y las
tímidas campanillas, que aún permanecían abiertas a pesar de que el atardecer
se cernía sobre el campo y ya se divisaba en la lejanía el astro blanquecino
que reina la noche.
Tan solo algunos puntos fugaces de luz me alumbraban mi
caminar, y estos se plasmaban en la danza luminosa y jovial de las luciérnagas.
El telón azulón de la noche comenzaba a bajar cuando decidí
intentar abrir la pesada puerta, la cual tras algunos esfuerzos cedió
chirriante.
Al empujarla una fría ráfaga de aire sacudió la hiedra que
firmemente se sujetaba.
Penetré con sigilo en la estancia y encontré una majestuosa
escalera que conducía a algún nivel inferior.
Agarrándome fuertemente a la barandilla gruesa comencé a
bajar temerosa por los interminables peldaños.
Tras una caída sumida en la oscuridad llegué a lo que
parecía ser un salón.
Pasan unas horas…
Estaba sentada en un enormes sillón de piel negra, suave
como terciopelo, decorado en madera oscura ostentosamente frente a una chimenea
de grandes proporciones como todo lo que decoraba el salón, que humeante y
ardiente ilumina la estancia.
Sobre la repisa de la chimenea había dos candelabros que,
alegóricamente con la forma de dos caballos –uno blanco y el otro negro- hacían
cabalgar relinchando las llamas que sobre ellos descansaban.
Una suave música de fondo, que se asemejaba a lo que podía
ser un vals tranquilo y pausado completa el ambiente.
En eso, mientras mis manos se relajan sobre los
esplendorosos posabrazos, viene Ella de nuevo.
Se acerca, muy despacio, la música pierde color y el color
pierde tono. Me dedica una mirada igualmente pausada, vuelo del cruce de dos
miradas (una azabache y pétrea y la otra brillante y cálida) que se saludan.
Es la primera vez que la observo sin su capucha que como
cascada del mar de los Muertos descendía sobre su rostro.
Es bello, de una belleza infernal, oscura, que queda
reflejada no en su verdadero aspecto, sino en esa máscara pálida, como de
porcelana y lacrimosa que me estremece y a la vez hace que me resulte familiar.
Parece hombre ( y no mujer como la que se encontró conmigo
hace no mucho) y toma asiento en el sillón que similar al mío está en frente de
mí.
Con esta danza de miradas que se mueven al casi extinto
susurro del vals nos contemplamos mutuamente durante unos instantes eternos que
se queman en el fuego fatuo de la chimenea.
Él, que ya no Ella, con su negra túnica de noche sin
estrellas y aquellas pupilas justicieras y matadoras.
Y yo ahora igualmente de negro, con un mono de vestir de
pantalón acampanado y recogido al cuello con un nudo que yace sin esfuerzo; los
brazos desnudos –no hace frío- y al cuello un colgante del que desciende un
escorpión en un tono apagado y muerto, y una pequeña mariposa lila, que parece
que desea agitar sus alas y hacer marchar su alma fuera de la prisión de la
cadena.
Unos tacones no excesivamente altos completan mi oscura
apariencia.
De repente, la música se corta, y la habitación se inunda
con el torrente de voz de la Muerte:
-Bailemos- Dice con aquella voz grave, indiscutiblemente
masculina y poderosa, con un poder que me levanta súbitamente de esa
tranquilidad muerta.
Él siente que me asusta, y se acerca, y me ofrece aquella
mano que hace mucho tiempo también me entregó; y su eco se vuelve suave,
sensual, embriagador, como gotas de néctar sagrado.
Y sin darle lugar ni tiempo a las dudas tomo su mano, y el
salón se abre ante la voz de su dueño, y la madera antigua y exquisitamente
decorada con detalles florales se transforma en ese mármol negro que ya
conozco…
Y entonces experimento una sensación que jamás había sentido
ni hubiera podido imaginar: el recogedor estruendo melodioso de un vals inunda atrozmente
la nueva estancia, todo cambia y mi traje vuelve a ser vestido largo, abultado,
pero ahora negro como el plumaje de los cuervos, y a la vez suave y espeso cual
pelaje del lobo gris, escamoso al igual que una serpiente deslizándose sobre su
pecho, tejido en las manos con la exquisitez de las arañas e igual de puntiagudo
que los dientes de las bestias.
Un collar de gemas relucientes se muestra triunfante en mi
cuello, y mis pies descansan en unos preciosos botines. Parezco una alegoría de
la noche misma.
Esto se suma a la presencia impenetrable de Él en la sala,
que cautiva uno por uno mis instintos, y parece que por un lado eso me debilita
y por otro me ensalza…
Suena fuerte y estruendoso el vals, y Él me invita a bailar;
confiado, pasional me arrastra y desliza por el mármol resplandeciente.
Unas tinieblas sombrías comienzan a acercarse desde lejos;
siento miedo y escalofríos, presiento que queda poco para que algo termine,
pero no quiero, este vals es demasiado perfecto para que se acabe así, tan
pronto…
Parece que Él ha notado mi temor, y me estrecha entre sus
brazos cubiertos por la túnica, junto a un pecho del que no se escucha un
latido.
Mi alma se siente descansada. Mi cabeza, tranquila. Empiezan
a sonar las campanadas que anuncian la medianoche. Una lágrima recorre
rápidamente mi mejilla.
De repente siento los dedos cadavéricos de la Muerte
retirándomela, y una respiración inexistente muy cerca de la mía y, despedida
anunciada, sus labios rozan los míos con la suavidad de las nubes, acabando las
campanadas del reloj con el verdadero beso eterno sumido en la gloria.
Y su última frase
resuena de la manera más bella que se haya podido escuchar jamás:
-Dulces sueños. Descansa en paz.
Todo resuelve en un incontrolable lugar sumido en el placer,
Se descansa, se disfruta, se admira de las bellezas que nos ha regalado
la vida,
Queda muy poco para que llegue el final de la interpretación. Ya está,
se acabó.
Allí estará acompañándote, sujetándote hasta el final, creerás estar
viva.
Doce campanadas, un baile, un vals, un principio que terminó.
Él, Ella, la Muerte, te regalará su beso eterno, y por fin tu alma
volará de tu ser.